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En el mes de julio del año 2019, el Congreso de la Nación declaró el “estado de emergencia climática y ecológica” en la Argentina. En un contexto donde los efectos ocasionados por el cambio climático reclaman medidas concretas y urgentes, este acto político irrumpió con una fuerza «simbólica» que fue replicada en los medios por tratarse del primero de este tipo en Latinoamérica. Sin embargo, dicha eficiencia «simbólica» pareciese agotarse en ese sólo fin. El «estatus» declarado no otorga a las autoridades facultades «extraordinarias» para poner en marcha medidas concretas destinadas a mitigar de modo urgente esa emergencia, como tampoco genera en ellas obligaciones, ni impone plazos o atribuye responsabilidades.

Sin dudas el estado actual en torno al cambio climático (en adelante C.C) y sus efectos, da cuenta de que la emergencia realmente existe, es tangible. A diario, la naturaleza lo demuestra mediante el incremento en la frecuencia de fenómenos extremos, y con intensidades nunca antes registradas. Los impactos de estas inclemencias se dejan ver con crudeza en las sociedades y se agravan en aquellos grupos que por una u otra causa se encuentran en una marcada situación de vulnerabilidad. La imposibilidad de acceder al agua potable, la obligación de migrar forzosamente debido al cambio de las condiciones ambientales, las afectaciones en torno a la salud debido a la proliferación de enfermedades, entre otras, implican serias vulneraciones a los derechos humanos, y no son más que una consecuencia propia de este fenómeno global.

Los Estados han firmado numerosos tratados que plasman su gravedad y, que imponen la obligación y la responsabilidad de poner en marcha medidas concretas que permitan la mitigación de las causas y la adaptación a sus efectos. Principalmente, estos instrumentos internacionales se han centrado en la adopción, por parte de los países firmantes, de medidas tendientes a la descarbonización. Sin embargo, la eficiencia en torno a estos objetivos puede ser puesta en tela de juicio. Por ejemplo, según la Organización de las Naciones Unidas, en el año 2018 la concentración de gases de efecto invernadero (una de las causas del cambio climático) alcanzó nuevamente niveles récord y críticos. A ello debe de aunarse el discurso público de algunos líderes mundiales, que promueven la explotación de combustibles fósiles, cuando no niegan la existencia o el alcance crítico del fenómeno. Esta realidad parece echar por borda cualquier atisbo de esperanza para revertir la situación.

No obstante, la aparición de la pandemia del coronavirus COVID-19 parece demostrar una línea que puede confrontar tal conclusión. Esta presenta, sin dudas, algunas notas análogas a aquellas que posee el fenómeno del C.C. Ambas son de alcance global, no distinguen entre fronteras políticas (aun cuando las refuerzan), pese a que el virus se expande con gran velocidad y sus efectos resultan visiblemente notorios en lo inmediato, este ocasiona graves consecuencias en las estructuras económicas, sociales, de salud, ambientales, y afecta la cotidianeidad de las personas al igual que el C.C, entre otras particularidades similares. La situación alrededor del globo en torno a la pandemia, reclamó la declaración de emergencia sanitaria por parte de numerosos Estados. Con tal declaración, los Países dispusieron, (algunos más tarde, otros más temprano), estrictas medidas para mitigar los efectos del contagio, de modo tal de atemperar las consecuencias a futuro y resguardar a la población.

En Argentina, la declaración de emergencia sanitaria por parte del Poder Ejecutivo, implicó la puesta en marcha de acciones concretas, estrictas, y permitió valerse de herramientas que, en el estado ordinario de las cosas, difícilmente podrían haber tenido cabida. Se impuso el aislamiento social, preventivo y obligatorio, se adoptaron apoyos de tipo financieros, sociales, de salud pública, entre otras tantas, procurando el bienestar general de la población. Esta actuación tempestiva, pareciese haber tenido hasta aquí, un efecto positivo en torno a la propagación del virus.

En el caso del COVID -19, el mote de «emergencia» no adquirió un carácter simbólico, sino que constituyó un medio a partir del cual el poder político demostró, mediante medidas concretas, que cuenta con las herramientas para afrontar fenómenos de emergencia con consecuencias extremadamente gravosas para la sociedad, incluso desatendiendo cualquier lobby o interés sectorial, empresarial o financiero.

Lo dicho no intenta realizar una comparación entre ambos fenómenos globales (COVID 19 y CC), sino más bien centrarse en la eficiencia que reclamó la emergencia pandémica (exceptuando la deficiente actuación de algunos países), y la indolencia que hace más tres décadas impregna a las políticas para enfrentar el fenómeno del cambio climático. Para el caso de la pandemia, los líderes del mundo adoptaron rápidamente un compromiso acabado (más allá del accionar de algún que otro líder mundial desatinado), y tomaron con intensidad y celeridad medidas de mitigación y de adaptación para evitar la propagación del virus y para responder mejor a sus consecuencias, con el fin de proteger a la ciudadanía. La cooperación internacional, el acceso a la información científica, la transferencia tecnológica entre Estados, de recursos e insumos necesarios, demostró la capacidad real existente para enfrentar un fenómeno de magnitud y alcance mundial.

No se pretende aquí brindar un mensaje teñido de «espiritualismo ecológico» entre tanto padecimiento global, ni observar la faceta «virtuosa» de la pandemia que algunos medios insisten en demostrar (por ejemplo la reaparición de delfines en Venecia o venados en las playas argentinas). Lo que aquí se intenta, es visibilizar que el estado de «emergencia sanitaria» declarado en torno al COVID -19, utilizado como medio para proteger a la sociedad, puso sobre el tapete aquellas herramientas que poseen los Estados, necesarias y útiles para un abordaje global de la emergencia climática.

Una declaración de emergencia con vocación «simbólica», de nada sirve si no existe por detrás una voluntad política de afrontar con medidas concretas aquello que pone en vilo las condiciones de supervivencia de la humanidad. Esto sin dudas, brinda la posibilidad a la ciudadanía de exigir una rigurosidad similar al momento de enfrentar la emergencia climática y ecológica.

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Juan Bautista López

Juan Bautista López es abogado, profesor en Ciencias Jurídicas y docente de la asignatura derecho de los recursos naturales y ambiental de la Facultad de Derecho UNC.

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