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La comida sana, rica y nutritiva no es una cuestión de clase ni una mercancía, es un derecho humano fundamental.

El contenido del derecho a la alimentación ha evolucionado a través del tiempo: hoy entendemos que es más amplio que el derecho a no pasar hambre, y comprende el acceso a una alimentación adecuada y de calidad. Decir entonces que la vulneración de este derecho ocurre sólo cuando no se tiene algo para comer, es invisibilizar parte del problema. Este derecho se vulnera, también, cuando la comida saludable no está al alcance del bolsillo de la población, cuando el producto final está contaminado o cuando no sabemos qué estamos consumiendo porque la información que acompaña es inentendible.

Los productos ultraprocesados, término técnico que describe a los alimentos comúnmente conocidos como “comida chatarra”, invaden nuestra dieta y es casi imposible librarse del consumo de azúcar y harinas. Papitas, galletas, gaseosas, chocolates y caramelos son una constante en nuestro día a día. Comer sano se vuelve una tarea titánica, cuando no imposible. La alimentación se torna, definitivamente, en una causa política.

Cifras en Argentina. La evidencia científica da sobradas cuentas acerca de la conexión entre el consumo de los productos ultraprocesados y el desarrollo de enfermedades como el sobrepeso y la obesidad. En nuestro país, de acuerdo a la Encuesta Nacional de Factores de Riesgo de 2019, dos de cada tres adultos/as presentan malnutrición por exceso. Los datos que arroja la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud, también de 2019, no son menos preocupantes: el exceso de peso en niños y niñas de entre 5 y 17 años es del 41,1 por ciento, y en menores de 5 años es del 13,6 por ciento.

A su vez, la cantidad de frutas y verduras consumidas diariamente se encuentra por debajo de lo recomendado; la mitad de niños y niñas menores de 6 meses no sostiene la lactancia materna; y las escuelas, en lugar de promover hábitos alimenticios saludables, favorecen el consumo cotidiano de productos ultraprocesados.

Malnutrición por exceso y pobreza. En los países de medio y bajo ingreso, el crecimiento de la prevalencia de la obesidad y el sobrepeso se da aun cuando la desnutrición no ha sido erradicada. La malnutrición por exceso crece de manera sostenida, afectando mayormente a quienes viven en situaciones de vulnerabilidad social y económica. Las dietas saludables tienen un costo mayor que las dietas con alimentos ultraprocesados y menos nutritivos: frutas, verduras, lácteos, pescados y carnes son los que menos se compran cuando se tienen ingresos bajos.

Por el contrario, los de alto contenido de grasas, azúcares y harinas refinadas son los que más se consumen en esos contextos, por ser más baratos. Sin embargo, lo barato sale caro: la dieta basada en ultraprocesados aumenta las probabilidades de padecer problemas de salud a lo largo de la vida. Así, la desigualdad sólo aumenta. Por eso, hablar de obesidad y desnutrición como dos fenómenos separados –uno para ricos y otro para pobres– ya no es correcto. Constituyen dos caras de la misma problemática y un denominador común: los sistemas alimentarios disfuncionales.

Necesidad de políticas públicas. La malnutrición debe ser mirada desde un sentido amplio, pensando las políticas desde un nuevo enfoque. El Estado debería aprobar políticas públicas basadas en evidencia científica y en línea con las recomendaciones de los organismos internacionales de salud.

Las deudas pendientes en nuestro país incluyen un etiquetado de alimentos claro y simple para que saber qué se come. También se deberían establecer límites a la publicidad engañosa para niños y niñas. En esa línea, deberíamos pensar nuestras escuelas como una oportunidad para promover menús saludables, agua potable accesible y kioscos sin comida chatarra.

Actualmente, los patrones alimentarios en Argentina son muy precarios. Pero para que la respuesta a este contexto de emergencia alimentaria no sea sólo un parche social, es necesario que el debate acerca de cómo afrontarlo incluya un examen radical de las acciones en todas las etapas de los sistemas alimentarios. Y sobre todo, es necesario repensar el modelo sobre el cual, históricamente, el Estado argentino ha intentado dar solución a esta problemática: a través de la profundización del modelo agroexportador y de la delegación en la industria alimentaria de aquello que nos llevamos al plato.

El potencial de momentos de crisis y emergencia como el que atravesamos, radica en la posibilidad de revisión del modelo imperante y en la oportunidad para construir circuitos de producción, comercialización y consumo que desafíen a las lógicas actuales. Una alternativa que reivindique al alimento. Porque la comida sana, rica y nutritiva no es una cuestión de clase ni una mercancía; es un derecho humano fundamental.

*Esta nota fue publicada originalmente en La Voz

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Agustina Mozzoni

Agustina es Abogada (Universidad Nacional de Córdoba) distinguida dentro del cuadro de honor 2015. Ha sido pasante del O’Neill Institute for National and Global Health Law at Georgetown University. Actualmente se desempeña como “asistente de investigación” en el equipo de investigación en Derechos Sociales dentro del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba.

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