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Erica es nutricionista, comenzó su formación en la década de los 90 y su recorrido da cuenta de los cambios sociales que los feminismos trajeron al ejercicio de su profesión. ¿Cómo los estereotipos de género determinan nuestro vínculo con la alimentación? ¿Cómo se desarman los prejuicios sobre los cuerpos en la consulta con pacientes? Aquí la crónica de la formación y el consultorio que abre muchos interrogantes para el ámbito de la nutrición.

A mis 18 años, encontré en la carrera de Nutrición algo que me era familiar: mis tías hablaban de dietas, kilos de más, de menos, Cormillot. La cocina era un lugar de encuentro y en casa se veía todo el tiempo el canal Utilísima. Recuerdo la apertura de uno de los programas favoritos de mi abuela, “Utilísimas tardes amigas”: si bien había varias temáticas como costura, decoración y moda, nosotras éramos fan de la sección cocina, buscábamos recetas y admirábamos a las cocineras.

Éramos cuatro mujeres en la casa y una fija del día era decidir qué íbamos a preparar para comer, especialmente en la cena cuando llegaba mi padre y, por lo general, también estaba mi hermano.

En ese contexto lo relacionado con la alimentación y las tareas de cuidado me resultaban familiares. Creo que fue desde ese lugar que me anoté en la carrera de licenciatura en Nutrición. Sonaba bien para una ama de casa rodeada de niñes, así me imaginaba a mis 25. Además, pensaba que mis viejes iban a estar orgulloses de que tuviera un consultorio. Si bien no iba a ser médica, era algo parecido a mi “Hija la doctora”: era la primera universitaria de la familia, así que no pude ignorar esa presión que andaba por el aire o al menos yo lo percibía así.

La mayoría de las alumnas que cursábamos Nutrición y Enfermería allá por 1996 éramos mujeres. Maravilloso, pensé. La universidad era una extensión de mi casa, estábamos enfocadas en las tareas de cuidado y en la cocina, con los mismos temas de conversación, las mismas preocupaciones y anhelos. Los roles de género estaban tan naturalizados para mí, que ni me detuve a reflexionar la cantidad significativa de mujeres en ambas carreras. Hasta ese entonces ése era mi mundo femenino y era lo que conocía y me gustaba. Sin cuestionamientos.

Me recibí en la UBA cinco años después, tal cual estaba estipulado. Al poco tiempo comencé a trabajar en los servicios de alimentación de los hospitales y a la par en mi sueño del consultorio propio.

La experiencia diaria del consultorio era de un enfoque centrado en el peso y fue a lo que me dediqué por mucho tiempo. Tanto para tratar un tema estético, como consultas de pacientes que por recomendación médica buscaban una nutricionista para diseñar un plan de alimentación restrictivo, con el fin de lograr su peso “ideal».

Les consultantes que querían cambiar los hábitos eran la minoría. Casi todes querían bajar de peso. Su cuerpo les estorbaba y necesitaban modificar su corporalidad. Me atormentaba la idea de que llegaran quinceañeras para poder lucir su vestido de fiesta blanco “como las revistas lo mostraban”.

Las mujeres me hablaban de su celulitis, de sus estrías, de sus caderas que se ensanchaban. Eran tiempos en los que no había representatividad de diversidad corporal en los medios de comunicación y la hegemonía la marcaban personajes como Pancho Dotto con su agencia de modelos. Comencé a sentirme incómoda, aún sin poder nombrar o identificar que aquello eran prácticas gordofóbicas. Aunque les pacientes regresaban y el consultorio económicamente funcionaba, me sentía a disgusto con la sensación que me generaba.

Mis amigas colegas me preguntaban por qué cuestionaba eso, y me llevaba a la duda: ¿Estará bien lo que pienso? Una crisis profesional se vislumbraba muy cerca. Por ese entonces, así como vemos ahora, la cultura de las dietas era salvaje. Me pedían dietas mágicas, milagros, pesajes y mediciones corporales de acá y de allá. El paradigma imperante estaba muy centrado en el peso y esto se trasladaba en discriminación y rechazo de todo lo que se encuentre fuera de la norma de la delgadez.

El ámbito médico no era ajeno a este paradigma. En el 2003, integré un equipo interdisciplinario en el que les ginecólogues recomendaban en paralelo la consulta en nutrición, con el objetivo de reducir el peso de las mujeres que llegaban en busca de ayuda por algún tema ginecológico o de fertilidad que las agobiaba. No todo era estética, sino que se podía identificar prácticas estandarizadas asociadas al cuidado del cuerpo que apuntaban a la erradicación del sobrepeso y obesidad.

Lo mismo sucedía con el equipo de traumatología. Muchas veces las camillas, batas, básculas médicas y demás no estaban preparados para cuerpos grandes, y se les dificultaba cumplir con el plan, por lo que esas personas, mayoritariamente mujeres, al no poder lograr reducir su peso dejaban de venir. Y así perdían tal vez la oportunidad de encontrar un diagnóstico que las ayudara a revertir lo que las aquejaba.

Estaba agotada, había llegado el momento de resignificar la profesión que había decidido estudiar. ¿Cómo podía ser una consulta de nutrición sin que estuviera centrada en el peso? ¿Cómo podía desautorizar la indicación de otre profesional de la salud? ¿Cómo podía ser redituable mi profesión si no adelgazaba a las personas? A su vez, ¿cuál era el peso que tenía en la salud mental no entrar en la camilla, no haber podido respetar las comidas indicadas, sentir que alguien juzgaba su cuerpo y su manera de comer? ¿Qué ansiedad y frustración provocaba todo eso? Me di cuenta de que el peaje era costosísimo para mí y para ellas.

Fue gracias al movimiento feminista que pude salir de ese lugar y encontrar otros rumbos. La posibilidad de cuestionar los roles de género, y los estereotipos corporales y de belleza, fueron clave para poder pensar alternativas en el ejercicio de la profesión. Con más información al respecto, resultó evidente que la gordofobia era y es aún peor para los cuerpos femeninos, más presionados para encajar en parámetros de belleza asociados a la delgadez, y más expuestos a la violencia estética.

Mi transición profesional no fue fácil, tenía miedo de quedarme sin trabajo y de estar equivocada. Hubo que comenzar sacando el peso de les pacientes como eje central de la consulta y colocar a la persona en el centro de manera integral, contemplando su individualidad, su historia familiar, su rutina de laboratorio, su contexto ambiental y social en línea con el derecho a la salud. Fue un buen inicio. Eso transformó al consultorio en un espacio seguro para poder hablar de su corporalidad sin temor a ser juzgade, lo que crea un vínculo terapéutico más cercano con la persona.

Cada vez hay más profesionales de la salud que trabajamos desde una mirada social e integral, con el propósito de que sea libre de estereotipos. Claro que crear hábitos de alimentación saludable, volver a tener una relación funcional con los alimentos, reeducarse nutricionalmente y realizar ejercicio en una forma accesible es recomendado, y no le resto importancia a eso. La intervención se propone pero sin que el acento esté puesto en bajar de peso. Me encuentro aún en esta transformación y esto es solo el comienzo para replantear otros ámbitos de la nutrición. Cómo trabajar en territorio, en comunidad, con la concepción de que una alimentación saludable contempla también la salud mental, social y ambiental. Y aún me encuentro en construcción de cómo hacer de la nutrición una profesión con perspectiva de géneros.


*Colaboradora: Carolina Tamagnini

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Erica Bianquet

Soy Erica Bianquet, mamá de León hace 11 años, hubiese querido tener más hijes. Creo en las distintas conformaciones familiares, hoy en casa somos familia interespecie. Convivo con una discapacidad motriz desde los 9 años. En mi infancia los pasillos de los consultorios de traumatólogos, kinesiología y ortopedia eran como mi segundo hogar. Trabajo en la Cámara de Diputados de la Nación. Mi título de la UBA dice que soy licenciada en Nutrición con la matrícula nacional 2373 pero también soy una huertera imperfecta, venero la Pachamama y soy amante de gatitos más que de los perros. Me gusta la nutrición comunitaria, las ollas populares y creo en la agroecología como política pública y en la nutrición libre de paquetes. Mi lactancia, aunque muy deseada, no fue del todo exitosa. Me faltó confianza para poder amamantar, la transité con algunas dificultades. Aun así la recuerdo como la situación más salvaje, intensa y bella que me tocó vivir y eso me trae calma y me libera de culpa. Siempre es bueno saber que uno hace lo mejor que puede. Ahora desde mi rol de trabajadora de la salud apoyo a otras madres en este proceso y fomento que todes seamos promotores de la lactancia desde una mirada comunitaria.

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