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Soy Celeste García, tengo 33 años y una maternidad de edad. Trabajo como empleada del Poder Judicial (y mi título dice «Abogada», aunque me identifico poco con eso). Todo lo que me defina me resulta insuficiente porque necesitaría de muchas explicaciones para que se ajuste más o menos a la realidad. Entonces prefiero decir que soy de Sagitario, que creo que la realidad está para transformarla y que la política, la que se hace en las casas, en las calles y en las plazas, es el arma más poderosa que seguimos teniendo a pesar de cualquier tecnología de avanzada. Por eso es que escribo estas líneas no tan breves.

De la lactancia voy a decir que para mí ha sido (y sigue siendo) una experiencia épica. No recuerdo otro momento de mi intensa vida en que sintiera ese asombro exorbitante, esa ternura desafiante y esa conmoción corporal como cuando empecé a darle la teta a Bruno. Tampoco hubo otro en que vivenciara tan alto nivel de demanda y dedicación.

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Muchas veces estuve a punto de abandonar mis convicciones, las pocas que me quedaban en torno a maternar después de la primera semana de estrenar ese título, y correr a comprar la leche de fórmula, que tanto recomendaban pediatras en ejercicio de la profesión y quienes que se titularon en la universidad de la opinión pública. Tuve interminables asambleas internas, en donde la racionalidad y la intuición se debatían a muerte entre ese clásico argumento de «vos te criaste a mamadera y tan mal no saliste» y la sensación de que en ese encuentro con la teta, había mucho más que la seguridad de la mejor alimentación posible. Ganó la intuición y la convicción, por suerte, gracias a mucho apoyo físico y virtual, de esa tribu que no se llega a tocar, pero se siente.

Pero antes de eso, hubo muchos meses de panza en los que nadie, incluida mi obstetra, me dijo ni una sola vez la palabra lactancia. Ni yo la había escuchado mucho, ni se me había ocurrido pensar que había tanto por explorar en esa vía láctea maternal. Tampoco sabía que había personas que pudieran ayudar a atravesarla sin que eso implicara lastimaduras múltiples en el cuerpo y en el alma. 

Cuando yo sólo estaba preocupada en poner, en el bolso para el día del parto, las 4 mudas de ropita diminuta en unas bolsitas ziploc con letras de colores, que la lista de la maternidad me exigía casi como una condición para recibir atención médica, apareció una página en Instagram de una puericultora. Quizás por casualidad, quizás por un gran acierto en los motores de búsqueda de intereses y promoción de servicios de las redes sociales o por obra y gracia del universo (que está tan de moda).

Como fui criada por mi madre en ese grandioso entretenimiento infantil de buscar palabras en el diccionario cada vez que «estaba aburrida», he desarrollado una curiosidad por las palabras, que me ha funcionado como un llamado interior para arrojarme al abismo del aprendizaje. Eso, y que el post decía algo así como que valía la pena abandonar la maternidad romántica y hablar de lo que nos pasa verdaderamente como madres.

Puse “seguir” a Dani Cimma Puericultora y descubrí un agujero negro en mis planes futuros: no, los niños no nacen y por arte de magia o alineación de planetas se prenden a la teta como se ve en las películas (o al menos no necesariamente). A veces puede ser que se prendan y que eso esté tan mal que haga mucho daño. Así empezaron a aparecer en el diccionario mental la mastitis, la bajada de leche, entre otros términos.

Leí que no estaba bien «que doliera un poco porque eso es normal, y lo aguanto». Que si duele, algo en esa lactancia no está bien. Entonces hay que pedir ayuda (¡Eureka! En esto tampoco nadie puede sola, por suerte), para no caer en las garras de esos fanáticos/as de la leche de fórmula. Fanáticos/as, que están esperando el momento exacto en que ese hijo/a tuyo no crezca como la bibliografía dice, para enchufarte las latitas de leche y decirte -como quien no quiere la cosa- que fallaste y que no te ocupes de lo que no sabes. 

Descubrí que esa leche era el más maravilloso de los alimentos porque no hay tecnología que logre igualar el poder invencible del vínculo que hace que esa leche sea un alimento vivo. Tiene la capacidad de mutar en cada toma de ese nuevo ser y volverse acuosa si  necesita hidratarse, o espesa y grasosa si lo que necesita el bebé es un aporte calórico o volverse defensas. Todo, para esos pequeñitos que aún no tienen nada más que un instinto desesperado de búsqueda de esa teta que saben cerca.

Leí que dar la teta no vincula a nadie porque sí, y que claramente la conexión existe mientras haya una mamá feliz con ese modo de vincularse que eligió. Pero la desinformación y la frustración de «no poder» dar la teta no eran a causa ni culpa de algunas, ni mala suerte para otras, sino una consecuencia de una decisión siempre política de intervención sobre los cuerpos femeninos. 

No iba a ser mejor mamá por dar la teta y punto. Pero sí soy la mejor mamá de la galaxia por haberme plantado firme ante toda la corporación de médicos y neonatologos de Córdoba que insistían en que «la teta se tiene que dar, ni más ni menos, cada 3 horas y sólo durante 15 minutos» o «que la teta se tiene que dar sólo si en el próximo control sigue aumentando entre tantos y tantos gramos, porque sino tenemos que complementar con fórmula».

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Fui capaz de sostener esa decisión frente a quienes me miraban apenados/as (seguro con mucho amor y buena intención) y me decían que así no podía seguir, que me iba a consumir, que sin teta iba a ser un niño feliz igual. Y por supuesto, porque no me dejé amedrentar por la inexistencia de contención institucional de todos y cada uno de los lugares (y eso incluye una de las maternidades más «famosa» de esta ciudad) a los que tuve que ir con Bruno. No me dejé amedrentar incluso cuando al momento de darle la teta tuve que hacerlo cómo podía: parada, incómoda, muerta de frío, apretada, entre una tormentosa lista de etcétera. Eso sí, nadie, ni uno/a solo/a me preguntó alguna vez cómo me sentía con la lactancia, si sentía que Bruno estaba alimentándose. Nadie me preguntó por mis miedos, que eran tantísimos que no se cómo me cabían en el cuerpo. Nadie me preguntó qué necesitaba para aliviar el cansancio descomunal de no saber nada, ni me dió un abrazo y me dijo que sí, que podía, que darle la teta a Bruno como yo deseaba, era lo que estaba bien.

Esta lactancia y la vida maravillosa de Bruno se las debo a gente de otra galaxia, como esas amigas que, de inmediato, tejieron redes y me contactaron con las mujeres de La Liga de la Leche. Se las debo a una puericultora que tironeó de esos hilos virtuales para conseguirme el teléfono de una colega que trabajaba en Córdoba. Se las debo a mi compañero que, en esos momentos en que yo estaba segura que ya no podía, que no funcionaba, que algo no andaba bien, me serenó, me dió confianza y me apoyó en esto que yo sentía y creía que era lo mejor, aunque él pensara diferente. Se las debo a la Oficina de la Mujer del Poder Judicial, que pensó en instalar lactarios en cada edificio para que volver al trabajo no sea una angustia permanente. Se las debo a mis compañeros de trabajo que jamás me hicieron una mala cara cuando tuve que ir a sacarme leche, ni me pidieron que retribuyera esos especiales minutos que le dedico a Bruno en el medio de la jornada laboral. Se las debo a las responsables de la oficina que me dieron la insuperable libertad de manejar esto como a mí me resultara cómodo y necesario hacerlo.

Porque la lactancia materna no es decisión y perseverancia de una sola mujer. La lactancia, como dice una de mis favoritas, Sabrina Critzmann, es una responsabilidad social, y eso implica a muchos actores: médicos formados no solo en la industria médico-farmacéutica sino en puericultura; instituciones que garanticen una práctica respetada del parto y de la crianza; una sociedad que no vea en cada teta un pudor irresuelto de su infancia, y que entienda que en la maternidad lo que se tiene que respetar es el deseo de quienes están involucrados/as, porque los de afuera son de palo; y un Estado que sea consciente que dar la teta es una política pública de salud y, como tal, debe actuar en consecuencia. La lactancia demanda también la transformación de los lugares de trabajo, demanda a los ámbitos públicos y privados que tengan la obligación y la consideración de crear espacios amigables para la lactancia, y que se respeten las prioridades en la atención para madres con bebés y niños pequeños.

En relación a la maternidad y a la lactancia, todos/as reproducimos mitos, repetimos discursos que escuchamos y aprendimos como dogmas,  multiplicándolos exponencialmente y con una impunidad descomunal. Espero que en los años por venir, como sociedad seamos capaces de comprar menos sloganes sobre mujeres «empoderadas» que todo lo pueden o que se empoderan solo por divorciarse de «lugares comunes». Espero en cambio, podamos ejercitar más y mejor la capacidad de escucha y de cuidado con aquellos/as que necesitan de espacio y de confianza para buscar la forma de venir y estar en el mundo. Suena lindo que “no haya una maternidad sino muchas». Pero no es fácil ponerlas en acción o dejar el espacio para que esas maternidades afloren con sus encantos y sus tragedias cotidianas pues, muchas veces, pasan como un viento pasajero, y otras, dejan muchas marcas y rasguños.

Me hubiera encantado comenzar nuestra lactancia de otra manera, desde el minuto cero. Que hubiera sido una política institucional de la clínica (y maternidad)donde nacimos que Bruno no fuera desprendido de la teta porque sí. Que a mí me hubieran explicado lo que pasaba, que me hubieran consultado si yo quería amamantar y haberme ayudado en ese proceso. Que hubieran respetado ese vínculo tan íntimo, ese cosmos interior entre Bruno y yo. Nadie en esa clínica lo hizo, ni tampoco el neonatólogo, ni el primer pediatra que atendió a Bruno me dio esa posibilidad. Por el contrario, tuvimos que pelear mucho contra diagnósticos médicos, atrincherarnos ante la embestida familiar por una mamadera feliz, hacer alianza con los aprendizajes virtuales, resguardarnos en el espacio inmenso de algún pediatra díscolo que tuvo el arrojo de escuchar nuestro llanto de miedo y necesidad de contención. Tuvimos que encerrarnos muy para adentro hasta que ganamos confianza: yo para darle la teta sin miedo, ni vergüenza, ni pruritos, y él, tan pequeño, para darme las señales indicadas, para perseverar en la búsqueda de su rincón favorito cuerpo con cuerpo y para no amedrentarse ante los ruidos del mundo.

Hoy hace 12 meses y una semana que nos encontramos en ese jardín cotidiano de nuestro existir para calmar angustias, para sanar dolores, para ganar seguridad y olvidar que los golpes nos detienen, para contarnos enojos y cansancios, para encontrar la calma, para mirarnos complicemente. No nos olvidamos nunca de todas las dificultades que pasamos, ni pasamos por alto que, si elegimos seguir en este camino, vendrán otras a hacernos tambalear. Porque somos conscientes que después del año, los manuales de buena conducta de algún mundo adulto dicen que, pase lo que pase y se sienta lo que se sienta, ya se es demasiado grande para andar tomando teta. No nos importa, seguiremos dando batalla, acuerpados/as junto con tantas otras mamás y tantos/as otros/as bebés que sabemos que el respeto es desde y para la crianza y que no hay manual ni método científico que nos arrebate el placer de esta complicidad.

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