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Un año atravesado por una pandemia que puso en tensión las estructuras de nuestro sistema, que colocó al “aislamiento” en el centro de la agenda (y de nuestras conversaciones), que cambió nuestras dinámicas de interacción y que evidenció la importancia de nuestras redes de contención, constituye un contexto que nos lleva inexorablemente a reflexionar y resignificar la salud mental.
El 10 de octubre se celebra el Día Mundial de la Salud Mental. En 1992 la Federación Mundial para la Salud Mental y la Organización Mundial de la Salud (OMS) establecieron este día con el propósito de contribuir a la toma de conciencia acerca de la importancia de la salud mental como así también, erradicar estigmas y mitos vinculados a este tema.
Todos los años se adopta un lema específico para visibilizar y concientizar sobre algún aspecto relativo a la salud mental y este año es: “Acción por la salud mental: invirtamos en ella”. En un año totalmente atravesado por la pandemia, se trastocaron muchas estructuras sistémicas y se ha dejado en evidencia no solo las grandes brechas existentes, sino también las dificultades derivadas de los aislamientos y las medidas adoptadas para disminuir los contagios.
Los aislamientos obligatorios y los distanciamientos sociales han comenzado a generar estrés, ansiedad, angustia y depresión, derivadas de la incertidumbre, la crisis económica mundial, el bombardeo informativo, la desinformación y las fake news. Esta situación no es exclusiva de quienes poseen algún factor de riesgo sino que se constituye como una experiencia común vivenciada por muchas personas. En este sentido, la psicóloga Mila Francovich -del Instituto de Investigaciones Psicológicas UNC-CONICET y la Red de Psicologxs Feministas Cba- señala:
“La pandemia del COVID-19 y el aislamiento preventivo han puesto en evidencia algo que las y los profesionales de la salud mental venimos reclamando desde hace años; la necesidad de contar con una concepción integral de la salud que otorgue al bienestar psíquico la importancia que corresponde.”
De lo que no se habla por miedo, por tabú, por temor a perder el trabajo y miles de razones más, deriva en un bucle que retroalimenta esos estados que necesitan ser atendidos con urgencia. No ser tratados dan lugar a padecimientos psíquicos y emocionales que repercuten en todos nuestros ámbitos. Sensaciones de soledad, incertidumbre respecto al futuro, temor al contagio, sufrimiento por pérdida de personas queridas, aumento en el ámbito doméstico de la violencia, o conflictos entre quienes transitan en convivencia, pueden hacerse presentes restando calidad de vida.
Si hay algo que la pandemia nos ha dejado claro es que el virus no discrimina a la hora de infectar a alguien. La pandemia del COVID-19 afecta, con sus particularidades, a todos los sectores de la población. Todas las personas, sin importar su edad o su etnia, se ven atravesadas y afectadas por la enfermedad, sea de forma directa por el contagio o indirectamente por las consecuencias a nivel emocional y mental, tal como puntualiza Francovich:
“Aún en circunstancias normales, la sociedad nos impone condiciones de vida, de trabajo y de producción que son causantes de mucho sufrimiento. En la situación actual, con los cambios y restricciones de nuestras rutinas, las pérdidas de empleo o las dinámicas del home office, estos malestares emergen o se profundizan. “
Sin embargo, la OMS ha publicado una serie de informes donde señala que hay determinados grupos de la población que son más propensos a sufrir o experimentar malestares psicológicos en este contexto: niños, niñas y adolescentes son quienes están manifestando mayores dificultades para concentrarse en sus actividades y su comportamiento denota mayor irritabilidad, inquietud y nerviosismo. Asimismo, quienes se encuentran conviviendo con personas que perpetran violencia intrafamiliar están expuestas de forma constante por el aislamiento que les mantiene en sus hogares. La doble jornada afecta la vida de las mujeres trabajadoras, especialmente las del ámbito de la educación, ya que además continúan siendo las principales responsables de las tareas domésticas y de cuidados. Profesionales de la salud que sufren la exposición de forma directa al virus y que arrastran grandes cargas horarias y agotamientos. Por último, la lista no exhaustiva incluye también a las personas adultas mayores, sin importar si se encuentran viviendo en residencias de larga estadía, con su familia o en soledad.
El llamado de la OMS a invertir en salud mental
Este año se ha adoptado como lema del Día Internacional de la Salud Mental el exhorto a todos los gobiernos a nivel mundial a que aborden la atención de la salud mental de la población y que se invierta en ella. Los Estados tienen la obligación de garantizar el derecho a la salud en todas sus dimensiones y asegurar que todas las personas puedan gozar no solamente de un bienestar a nivel físico sino también a nivel psíquico. No obstante, datos de la OMS indican que , en promedio, se destina solamente el 2% del presupuesto sanitario de los países a la salud mental y que los servicios de esta área deberían ser parte esencial en todas las respuestas de los gobiernos ante el COVID-19.
En Argentina, la Ley Nacional de Salud Mental, estipula en su artículo 32, que un mínimo del 10% del presupuesto total de salud debería destinarse a la salud mental, pero desde la sanción de la norma en 2010 hasta la actualidad nos encontramos muy lejos, habiendo sido destinado en los últimos 3 presupuestos menos del 2% y con una proyección para el 2021 del 1.47%. Resulta entonces de suma urgencia e importancia que se tomen medidas de manera inmediata para disminuir la propagación del virus, pero también hacer frente a los padecimientos mentales y la profundización en la afección de aquellas patologías existentes en algunas personas.
Políticas públicas que aborden de manera intersectorial e integral la situación, con el objetivo de alcanzar mejores respuestas y que en la solución no se deje de lado el impacto en la salud mental de cada persona, ya que incluso cuando la enfermedad esté bajo control, las afecciones originadas en esta seguirán y se necesita una respuesta cuanto antes. Una pandemia como la que estamos viviendo no pasa desapercibida y sin consecuencias negativas para el bienestar psíquico y emocional de las personas. Callar los problemas no puede ser parte de una solución. Al respecto, Franchovich reflexiona:
“Resulta necesario dejar de pensar la invisibilización de los padecimientos psíquicos como un acto ingenuo de desconocimiento, por el simple hecho de no ser observables o mensurables de la misma manera que las afecciones físicas. Invertir en salud mental, reconociendo el trabajo de las y los profesionales especializados en el tema, es urgente; como asunto de derechos humanos y política de estado. Entendiendo que bajo ningún punto de vista el bienestar psíquico puede constituir un privilegio”.
La difícil situación que nos atraviesa, que no respeta límites de fronteras entre Estados, puede ser tomada como una oportunidad para fortalecer nuestros sistemas de salud mental. Después de todo, como señala la OMS, millones de personas padecen a lo largo de su vida algún problema de salud mental, por lo que es hora de enfrentar esta situación, priorizar y buscar una respuesta a algo que hace mucho causa un gran sufrimiento en las personas y que la pandemia vino a potenciar y a exponer con una crudeza que hace inviable la postergación de su tratamiento.