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Elijo una palabra para resumir lo que significa para mí el 8 de marzo. Elijo lucha.  

Mujer trabajadora que lucha.

Histórica lucha.

La “celebración” del Día Internacional de la Mujer trabajadora tiene muchos antecedentes. Dicen que surge allá por el 1900 y algo, con el Día Nacional de la Mujer en Estados Unidos. En ese entonces, las mujeres comenzaban a organizarse para exigir la reducción de la jornada laboral, una mejora salarial y el derecho al voto. También se dice que fueron las mujeres socialistas en Copenhague, Dinamarca, quienes en 1910 declararon el Día Internacional de la Mujer con el objetivo de promover la igualdad de las mujeres y, fundamentalmente, el sufragio femenino. Otro suceso que se relaciona a la fecha, es el incendio de una fábrica de camisas en Nueva York como consecuencia de las nefastas condiciones laborales que existían entonces para las mujeres. Varias décadas después fue declarado por la ONU como Día Internacional de la Mujer.

El punto en común de todas esas mujeres, es la lucha en contra de la opresión. Y la opresión a la que estuvieron sujetas ellas, es la misma que nos inspira a parar hoy. Porque las desigualdades y las violencias que sufrimos a diario son distintas, quizá renovadas, pero en esencia son las mismas.

Aquellas mujeres nos inspiraron. Son mujeres que hace años vienen luchando por la justicia social, por la democracia y por la igualdad. Aquellas y otras tantas que a través de la historia nos vienen inspirando al escapar de esos lugares de opresión y de largos años de invisibilización. Desde el lugar de mujer, con la identidad de mujer, alzando la voz, haciéndose escuchar.

Cuando el sufragio era un sueño y nuestra capacidad civil un chiste, Fawcett y las Pankhurst en otras latitudes y Lanteri, Moreau de Justo y Duarte por estos lados lucharon por el derecho al voto. Logramos votar, y no solo eso. Pasaron los años y empezamos a ocupar nuevos lugares, pero no los suficientes, por lo que tuvimos que generar medidas que nos garantizaran salir de la esfera privada y doméstica para por fin ocupar el espacio público y político. Lo logramos a través de las leyes de cupo. Y dimos un paso más. Hace algunos meses logramos la paridad: comenzaremos a integrar las listas en igual proporción y de manera alternada. Seguiremos dando, y con mayor representación, los debates parlamentarios necesarios para discutir las leyes que regulan nuestra sociedad.  Porque, a fin de cuentas, esas leyes son también para nosotras.

Hablar de lucha implica además, y sin dudas, hablar de ellas. Las abuelas y madres que perdieron hijos, hijas, nietos y nietas en un contexto en que luchar significaba inminente peligro de extinción. Marzo es el 8, pero también el 24, y se encuentra con la lucha de aquellas que extendieron esas maternidades para convertirse en las madres y abuelas de todas. Le dieron sentido a la palabra democracia y contenido a la palabra identidad, obligándonos a pensar en la expresión derecho humano e ilustrarla, automáticamente, con un pañuelo blanco.

Derechos humanos que tenemos por ser humanas, hace rato ya reconocidos en cientos de documentos, nacionales e internacionales, jerárquicos, reconocidos y legitimados pero aún sólo en letra y papel y no necesariamente en nuestros cuerpos.

La disputa sobre los cuerpos, esa lucha que vivimos con, en y por nuestros cuerpos, donde todas las proposiciones aplican, pero ninguna ley ni tratado alcanza para que logremos hacerlos propios.

Difícil poder vestirnos como queremos porque corremos el riesgo de quedar sujetas a las manos de quien ve en nuestra ropa una provocación. No podemos ejercer la identidad sentida porque salir de la heteronormatividad nos pone en peligro. De muerte.

Vivimos a diario condicionadas por lo que le ponemos al cuerpo, por cómo lo tapamos o lo destapamos, pero también por lo que hacemos con él. Porque sobre eso tampoco tenemos poder, el poder es del otro, que nos regula, nos toca, nos abusa, nos viola y nos mata.

Pero otra vez –menos mal– lucha. La lucha del sufijo. Cuando no nos dejaron besarnos: besazo. Cuando no nos dejaron tomar sol con el torso desnudo, el mismo torso que otros desnudan para vender más, y cuando no nos dejaste amamantar a la cría: tetazo. Esa cría que no nos dejan amamantar en público, que es la misma que sin haber nacido algunos pretenden defender. A ellos, pañuelazo. Pañuelazo por la libertad, por la soberanía sobre el cuerpo, para poder decidir, ¡por fin!, qué hacer con él. Pañuelo verde esta vez, pero pañuelo, como el blanco aquel, prenda que elegimos vestir. Como la minifalda que no nos dejan usar para no provocar o los tacos que nos obligan a usar para estar más lindas.

Besazo. Tetazo. Pañuelazo. Y abrazo. Abrazo feminista y sororo entre compañeras que luchan y comparten luchas.

Llenamos las calles y las pintamos. De verde, violeta y fucsia, y de todos los colores que somos. Copamos el espacio público el 6 de marzo por el aborto legal, seguro y gratuito. Así como lo habíamos copado el 3 de junio de 2015 cuando por fin dijimos basta de femicidios, ni una mujer menos víctima de la violencia patriarcal. Sí, dijimos “Ni Una Menos” pero tuvimos que parar nuevamente el 19 de octubre porque el crimen de Lucía nos horrorizó, nos devastó pero nos dio otro motivo para volver a salir a luchar. “Si mi vida no importa, produzcan sin mí”, exclamamos mientras hacíamos huelga, dejando bien claro, otra vez, que no nos callamos más y que vamos a rayar todas las paredes que hagan falta para que nos escuchen.

Este 8M es como un año nuevo feminista. La lucha se respira, está en el aire. Está en la calle, en las casas, en los barrios, en las escuelas, en los trabajos, en el súper, en la cola del cajero, en el gimnasio y en lugares que nunca habíamos imaginado. En las asambleas llenas de mujeres organizadas y más juntas que nunca, que discuten y construyen hermanadas la intervención.

Paramos y marchamos por la desigualdad histórica y estructural. Por el aborto legal. En contra de la reforma laboral y previsional. Para superar la brecha salarial. Para romper el techo de cristal. Para ejercer nuestra libertad sexual. Para tener educación sexual integral. Para decidir sobre nuestra maternidad. Para repartir las tareas domésticas y de cuidado por igual. Para vivir con la que sentimos como nuestra identidad. Para no tener miedo al acoso al caminar. Por las presas que no pueden marchar. Y por todas las que no están. Para dejar de sufrir la violencia patriarcal.

Somos la mitad del mundo y estamos juntas. El patriarcado se va a caer. Y el feminismo va a vencer.

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