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El 9 de abril se conmemora el Día Nacional del Pago Igualitario. El objetivo es evidenciar la desigualdad estructural en la que vivimos las mujeres y disidencias. Pero no a todas nos afectan por igual, por lo que es necesario avanzar en miradas que articulen enfoques interseccionales y decoloniales.

La Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género publicó el informe “¿Por qué las mujeres ganan menos? Las brechas de género en la economía argentina”. Se trata de un diagnóstico que describe la compleja realidad en la que nos encontramos las mujeres y disidencias de nuestro país en el segundo trimestre del 2022. Según el documento, la tasa de empleo de las mujeres se ubicó como la más alta de la que se tiene registro, siendo un 47,7% mayor que el primer trimestre del 2022.

Pero, ¿qué podemos decir acerca de los salarios en relación a los varones?. La diferencia salarial alcanzó, el año pasado, el 27,3% lo que quiere decir que, en un mes, las mujeres debimos trabajar 8 días y 10 horas más que los varones para alcanzar el mismo ingreso laboral.

Más allá y más acá de los números, ¿qué desigualdades se ocultan detrás de la brecha salarial? Un análisis interseccional del cruce entre patriarcado, colonialismo y capitalismo, como sistemas de dominación que acrecientan los entramados de las violencias, nos ayudaría a comprender que este tipo de desigualdades se complejizan en nuestra región.

Es necesario partir del acuerdo sobre que la brecha salarial, o bien la desigualdad respecto al ingreso laboral entre varones y mujeres, es un problema que se deriva del complejo fenómeno de la violencia de género que afecta a determinados sujetos colectivos. Un ejemplo de esto son los datos arrojados por la consultora Zurban-Córdoba que a partir de varias encuestas establecen que el 41,1% de mujeres alguna vez sufrió discriminación por su género, y al consultarles sobre el ámbito más frecuente donde ésto ocurre, el 30,6% ha respondido que se dió en el espacio laboral o en la búsqueda de trabajo. ¿Sorpresa? No lo creemos.

Si bien dijimos que el 9 de abril es el Día del Pago Igualitario para evidenciar la desigualdad estructural en la que vivimos las mujeres y disidencias, es preciso reconocer que si tomamos a la brecha salarial como una consecuencia del sistema de violencia de género, compartimos con Rita Segato que se requiere de modificaciones que sean estructurales. Entonces, ¿es posible pensar en pagos que sean igualitarios? En ese caso, ¿sería un acto reparatorio para las mujeres y disidencias?. No tenemos certezas de eso, sólo preguntas para seguir pensando, Pero sí sabemos que la violencia de género en general y la problemática de la brecha salarial en particular, no nos afecta a todas de la misma manera.

Ahora bien, nos preguntamos ¿cómo se entrecruzan esta perspectiva interseccional y la desigualdad en los ingresos laborales entre varones y mujeres e identidades feminizadas?. Para acercar las miradas, retomamos nuevamente el informe de la Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género: la brecha salarial no implica simplemente la diferencia entre remuneraciones entre trabajadores/as de distintos sexos, sino que expresa la multiplicidad de efectos que influyen en que las mujeres ganen menos en el mercado laboral. Para darle lugar a estos efectos, los aportes de la economía feminista nos ayudan a comprender que, definitivamente, existe una participación desigual de mujeres y varones en distintos sentidos y sectores de la economía.

¿Qué hace que la participación sea a priori desigual? La distribución sexual del trabajo remunerado y no remunerado ha estado marcada históricamente por los sesgos de género. Esto trajo como consecuencia la feminización de las tareas de cuidado y de reproducción social; labores cruciales para el sostenimiento de la vida de las personas y para el desarrollo de la esfera “productiva” de la economía. Siguiendo a Corina Rodríguez Enríquez, la corriente de pensamiento de la economía feminista ha sido fundamental para incorporar en la agenda pública la discusión acerca del rol que éstos cumplen en el funcionamiento de la economía.

Desde esta perspectiva, se cuestiona la separación y jerarquización de dos esferas que en realidad son indisociables: los cuidados en tanto actividades de reproducción ligadas principalmente a mujeres, han sido colocados en los márgenes de la sociedad capitalista y androcéntrica, mientras que el centro ha sido ocupado por el capital y todas aquellas actividades que tengan que ver con su producción y acumulación. En este sentido, no sólo las tareas de cuidado han sido desigualmente distribuidas según patrones de género, sector social y procesos de racialización, sino que además responden a la configuración binómica público/privado, atribuyendo las responsabilidades de este último ámbito principalmente a las mujeres dentro del grupo familiar. O a otras mujeres que en un gran porcentaje son migrantes provenientes de otros países de América Latina como Perú y Bolivia. Aquí también se ponen en juego las intersecciones. Esta situación concretamente trae aparejadas consecuencias negativas para las mujeres como escasas oportunidades para conciliar su vida familiar con la laboral debido a la falta de servicios de cuidado suficientes.

Además de las tareas de cuidado y su desigual distribución, otro de los puntos importantes es la denominada “segregación vertical”, definida como la menor presencia de mujeres en puestos jerárquicos y de toma de decisiones. En Argentina el 59% de las mujeres que trabajan fuera de su casa creen que los varones se ven favorecidos por posiciones de mayor responsabilidad independientemente de su capacidad para cumplirlas. Esto se debe, por un lado, a las dificultades materiales que tienen las mujeres y disidencias para participar de espacios donde se construyen vínculos centrales y estratégicos para las estructuras de las organizaciones y, por el otro, a que existen sesgos y estereotipos sociales que les excluyen de estas instancias por considerarlas “menos racionales y más emotivas” que los varones. Como sostiene el informe nacional, se potencia el fenómeno mediante el cual los varones ascienden rápidamente a posiciones jerárquicas en sectores donde, incluso, son mayoritariamente mujeres las que se encuentran trabajando.

Ahora bien, como dijimos, ésto no es sólamente una cuestión de género. La clase atraviesa y profundiza la problemática cuando mencionamos a las trabajadoras de la economía popular o del sector informal. El salario promedio de estas mujeres es de $30.196 mientras que el de los varones es de $46.068, lo que representa un incremento en la brecha salarial al 34,5%. Además, no cuentan con vacaciones pagas, no perciben aguinaldos ni pagos en caso de enfermedad, y no cuentan con cobertura de salud mediante obra social.

En el mismo sentido, el 39,3% de las trabajadoras que perciben un salario por sus tareas laborales remuneradas no poseen aportes jubilatorios (por el marco de informalidad y por la no remuneración de sus trabajos domésticos y de cuidados), lo cual implica que la generación de políticas como las moratorias previsionales beneficien en mayor medida a la mujeres. Sin embargo, estos beneficios son respuestas parciales a este problema estructural, que termina profundizando la desigualdad y trasladando la brecha al universo de jubilades.

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Ahora bien, nos preguntamos ¿cómo se entrecruzan esta perspectiva interseccional y la desigualdad en los ingresos laborales entre varones y mujeres e identidades feminizadas?. Para acercar las miradas, retomamos nuevamente el informe de la Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género: la brecha salarial no implica simplemente la diferencia entre remuneraciones entre trabajadores/as de distintos sexos, sino que expresa la multiplicidad de efectos que influyen en que las mujeres ganen menos en el mercado laboral. Para darle lugar a estos efectos, los aportes de la economía feminista nos ayudan a comprender que, definitivamente, existe una participación desigual de mujeres y varones en distintos sentidos y sectores de la economía.

¿Qué hace que la participación sea a priori desigual? La distribución sexual del trabajo remunerado y no remunerado ha estado marcada históricamente por los sesgos de género. Esto trajo como consecuencia la feminización de las tareas de cuidado y de reproducción social; labores cruciales para el sostenimiento de la vida de las personas y para el desarrollo de la esfera “productiva” de la economía. Siguiendo a Corina Rodríguez Enríquez, la corriente de pensamiento de la economía feminista ha sido fundamental para incorporar en la agenda pública la discusión acerca del rol que éstos cumplen en el funcionamiento de la economía.

Desde esta perspectiva, se cuestiona la separación y jerarquización de dos esferas que en realidad son indisociables: los cuidados en tanto actividades de reproducción ligadas principalmente a mujeres, han sido colocados en los márgenes de la sociedad capitalista y androcéntrica, mientras que el centro ha sido ocupado por el capital y todas aquellas actividades que tengan que ver con su producción y acumulación. En este sentido, no sólo las tareas de cuidado han sido desigualmente distribuidas según patrones de género, sector social y procesos de racialización, sino que además responden a la configuración binómica público/privado, atribuyendo las responsabilidades de este último ámbito principalmente a las mujeres dentro del grupo familiar. O a otras mujeres que en un gran porcentaje son migrantes provenientes de otros países de América Latina como Perú y Bolivia. Aquí también se ponen en juego las intersecciones. Esta situación concretamente trae aparejadas consecuencias negativas para las mujeres como escasas oportunidades para conciliar su vida familiar con la laboral debido a la falta de servicios de cuidado suficientes.

Además de las tareas de cuidado y su desigual distribución, otro de los puntos importantes es la denominada “segregación vertical”, definida como la menor presencia de mujeres en puestos jerárquicos y de toma de decisiones. En Argentina el 59% de las mujeres que trabajan fuera de su casa creen que los varones se ven favorecidos por posiciones de mayor responsabilidad independientemente de su capacidad para cumplirlas. Esto se debe, por un lado, a las dificultades materiales que tienen las mujeres y disidencias para participar de espacios donde se construyen vínculos centrales y estratégicos para las estructuras de las organizaciones y, por el otro, a que existen sesgos y estereotipos sociales que les excluyen de estas instancias por considerarlas “menos racionales y más emotivas” que los varones. Como sostiene el informe nacional, se potencia el fenómeno mediante el cual los varones ascienden rápidamente a posiciones jerárquicas en sectores donde, incluso, son mayoritariamente mujeres las que se encuentran trabajando.

Ahora bien, como dijimos, ésto no es sólamente una cuestión de género. La clase atraviesa y profundiza la problemática cuando mencionamos a las trabajadoras de la economía popular o del sector informal. El salario promedio de estas mujeres es de $30.196 mientras que el de los varones es de $46.068, lo que representa un incremento en la brecha salarial al 34,5%. Además, no cuentan con vacaciones pagas, no perciben aguinaldos ni pagos en caso de enfermedad, y no cuentan con cobertura de salud mediante obra social.

En el mismo sentido, el 39,3% de las trabajadoras que perciben un salario por sus tareas laborales remuneradas no poseen aportes jubilatorios (por el marco de informalidad y por la no remuneración de sus trabajos domésticos y de cuidados), lo cual implica que la generación de políticas como las moratorias previsionales beneficien en mayor medida a la mujeres. Sin embargo, estos beneficios son respuestas parciales a este problema estructural, que termina profundizando la desigualdad y trasladando la brecha al universo de jubilades.

¿De qué nos sirven estos datos, reflexiones y preguntas? 

Poder construir indicadores para observar las brechas de género nos permite obtener registros para seguir pensando nuevas y más políticas económicas desde un enfoque de género que tenga en cuenta las desigualdades estructurales, aún cuando las tasas de empleos de las mujeres siguen creciendo.

En este sentido, se vuelve necesario seguir defendiendo aquellas iniciativas que, como expresan todos los estudios que arrojan abundante evidencia sobre el tema, generen incentivos para la reducción de las segregaciones verticales, tales como las reducciones en contribuciones patronales para la incorporación de mujeres y personas trans y travestis en cargos jerárquicos y la obligación de incluir mujeres en los directorios del sector privado. Y también aquellas que apuntan a reducir la segregación horizontal, como incorporar a más mujeres y disidencias a sectores estratégicos de la economía. 

Pero además, debemos defender aquellas políticas que apunten a una transformación estructural de la sociedad, Aquellas que se enfocan en elreconocimiento, revalorización y reforzamiento de un sistema de cuidados que organice y distribuya de forma justa y equitativa las responsabilidades de cuidado, entendiéndolo como condición imprescindible para el sostenimiento de la vida. 

Y esto ¿por qué? Porque el diseño, planificación y ejecución de políticas públicas no es una cuestión neutral respecto a las condiciones de género, generación, orientación sexual, procedencia territorial, trayectorias educativas, entre otras. Por el contrario, aunque no parezca, siempre construyen configuraciones de identidades particulares que pueden mejorar, u obstaculizar en el peor de los casos, las condiciones concretas de vida y reproducción social de las personas. 

Por lo tanto, necesitamos del reconocimiento y de la redistribución de los cuidados, dos categorías que no pueden pensarse de manera aislada. Porque, como sostiene Nancy Fraser, el reconocimiento y la redistribución son constitutivas y se encuentran imbricadas en el marco de las sociedades capitalistas y patriarcales en las que vivimos. La distribución económica de los ingresos guarda una íntima relación con aquellas codificaciones culturales que se vinculan al reconocimiento de las tareas y las labores

En otras palabras, los modelos de valor institucionalizados en los mercados laborales, que históricamente han privilegiado ciertas actividades vinculadas con “lo productivo” y ”lo varón”, deben ahora y, más que nunca, ser problematizados y transformados para regular el funcionamiento de las instituciones sociales en pos de construir una sociedad más justa y equitativa.

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